Dirán los enamorados que no
existe martirio más grande que el de tener a ese ser especial en la lejanía,
sea cuál sea el motivo de su ausencia. Tal vez, en muchos casos, el dolor se vuelve más
agudo si durante ese destierro la única gota de placer se produce en
encuentros esporádicos a través de una pantalla en una sesión de chat, con la
maldita incapacidad de disfrutar plenamente de esas sensaciones únicas.
Esa mezcla de pasión se
puede comparar a la que sentimos miles de cruzazulinos incapacitados de ir al
estadio todos los fines de semana cada vez que el equipo juega de local,
teniendo que sentarse frente a una caja negra para disfrutar de los noventa
minutos más sagrados de toda la semana. Esto si es que el partido
no va en exclusiva sólo por Sky, sistema de televisión de paga encargado de
amargarnos la existencia. El “¡Cómo me encantaría estar en el estadio en este
momento!” se convierte en la frase recurrente de muchos sábados a las cinco de
la tarde. Ya después del silbatazo, confieso, también viene una seguidilla de
insultos al ver nuestro templo con una baja concurrencia, situación que es
realmente inexplicable para mi nivel de fanatismo.
Pero hoy es un sábado muy
diferente. Un día especial marcado desde hace siete meses en el calendario:
Cruz Azul visita al Atlante en Cancún. Cualquier persona de corazón azul en la
península sabe que esta es la única oportunidad de ver con un gasto mínimo a
nuestros Dioses.
Con la playera bien puesta
llegó el momento de partir hacia el Caribe mexicano. Desde mi pueblo a Cancún
no son más de dos horas y media de viaje, así que opté por abordar un autobús
al medio día para llegar al puerto con algunas horas de antelación, sobre
todo porque me preocupaba el no tener boleto para ingresar al estadio. Durante
el trayecto recordé que todas mis visitas a ese paradisiaco lugar han sido
única y exclusivamente para ver jugar al Cruz Azul. La primera fue en 2007, en
una Liguilla. Aquel partido pasó a la memoria colectiva debido a los gestos
burlones del Chelito al salir de cambio para nunca más volver a vestir nuestra
amada camiseta.
Ya en el destino lo primero
que hice fue dirigirme hacia el estadio en taxi. Y ahí estaba, frente al Estadio
Andrés Quintana Roo. Desde la calle me quedé contemplando el campo de batalla
por algunos segundos. Para ser honestos, realmente es un estadio muy humilde,
tal vez el más austero de toda la liga.
A paso veloz recorrí todo el
perímetro del estadio para dirigirme a las taquillas y en mi cabeza había una
gran duda: la maldita e incómoda cábala. Resulta que cuando me sentaba en la
cabecera sur del estadio, Cruz Azul no perdía el partido. Debía de tomar una decisión
muy difícil ya que no quería sentirme culpable de lo que pudiera ocurrir
después de los noventa minutos. En un ataque de valor y desafiando a mis
creencias tomé mi billetera y pagué el boleto en la localidad VIP Naranja, una platea
cercana al terreno de juego con una visibilidad ideal para disfrutar del
partido. Realmente valía la pena correr el riesgo, mi riesgo, ya que en la
cabecera es muy complicado observar a detalle las acciones debido
principalmente a la enorme distancia que hay de la tribuna hasta el terreno de
juego.
Las horas pasaron y llegó la
hora de ingresar al estadio. Cabe señalar que yo fui de los primeros en hacerlo sin entender el motivo. Tal vez eran las ansias, la inexperiencia de un aficionado de televisor, o la
simple necesidad de ver a mi equipo en la cancha después de un año . Lo
importante es que ya estaba en mi lugar esperando el comienzo de las acciones.
Como ocurre en todos los
partidos de fútbol en el mundo, algunos minutos antes del comienzo salieron a
la grama a calentar los once jugadores titulares. Me sentí satisfecho al ver a
Javier Aquino de titular, jugador al que considero una de las nuevas joyas del
fútbol mexicano.
El reloj marcaba las 20:55
horas y ambos equipos pisaron el terreno de juego. Me atrevo a pensar que yo era la persona más emocionada de todas las presentes. Una vez más en mi vida iba a presenciar un partido en el
estadio, a tan solo unos metros de los jugadores. El respaldo hacia el Cruz
Azul era total. Cientos de playeras azules inundaban los graderíos, sobre todo
en la cabecera sur, sitio en el que se encontraba un nutrido grupo de aficionados
que hicieron el viaje desde la capital del país para alentar al equipo.
El comienzo del partido fue
con un peloteo constante en media cancha. Pocas llegadas de peligro en ambos
marcos. Los pocos aficionados del Atlante que habían a mi alrededor rebosaban
soberbia, algo injustificable de acuerdo a mis mandamientos ya que los catalogo
como “aficionados de ocasión” que se pusieron esa playera porque los azulgranas
llegaron a su ciudad.
El primer gran grito de la
noche llegó poco después del cuarto de hora de haber iniciado el encuentro.
Fausto Pinto, en una de sus primeras proyecciones ofensivas del torneo,
habilitó con mucha ventaja a Villa frente a la portería rival y éste con un
certero punteo de la pelota venció al arquero para marcar el 0-1 del partido.
En ese instante me sentí el dueño del mundo, tal vez por la adrenalina del
festejo.
En el segundo tiempo Atlante
presionó y logró el empate. Maldiciones al por mayor de mi parte, aunque mi
optimismo me decía que era un partido totalmente ganable. Curiosamente el gol
de la igualada cayó instantes después del ingreso de Alejandro Vela, jugador repudiado por gran parte de la afición por sus deplorables condiciones futbolísticas.
La entrada al partido de
Maranhão se vio opacada por mi pesadilla más temida: la maldita voltereta en el
marcador. Gol de penal del Atlante y se ponían en ventaja. En esos momentos me
acordé de la maldita cábala. “Debí ir en la cabecera”, pensé como cuatrocientas
veces en un segundo. El cronómetro apretaba y el final de la aventura llegaba a
su fin cuando el brasileño, derrochando calidad por la banda izquierda, mandó
un centro al área que Villa se encargó de empujar hasta el fondo de la red. Y
gol. El júbilo explotó en todos los rincones del estadio y una sensación de
alivio calmó la efervescencia de mi sangre. El empate me dejó conforme y a la
vez molesto. Quería el triunfo, carajo. A su vez no entendí, hasta el día
siguiente, porque los jugadores del Atlante reclamaron de forma tan enérgica el
gol del empate que anotó Tito.
El partido terminó y me
dirigí corriendo hasta el otro extremo del estadio para esperar la salida de
los jugadores. Uno por uno salieron a abordar el autobús. En esos instantes
numerosos aficionados tiraban sus playeras al interior de la “jaula” que
protegía el vehículo para que los futbolistas las firmen amablemente. Cuando
salió Corona el instinto de barra brava argentino se apoderó de mi cuerpo y
empecé a cantar “Ochoa es un maricón, Ochoa es un maricón, Corona a la
selección”, como una forma de demostrarle aliento al que en este momento es el portero más confiable del país. Numerosas personas que se encontraban a mí alrededor entonaron el
canto al unísono. Creo que junto con el festejo de los dos goles, este momento
fue de los momentos más emotivos de la noche.
La travesía concluyó. Ahora
a esperar que sean las 17:00 horas del próximo sábado para iniciar un nuevo
ritual frente a la televisión alentando a La Máquina, no sin antes desear que
en la Liguilla Atlante se ponga en nuevamente en nuestro camino…
Me encantó esta publicación, yo soy de las personas que no logro explicarme el porque nuestro estadio no pesa, he viajado a casi todas las plazas del pais, siguiendo a CRUZ AZUL y creeme que envidio la pasión con la que la gente espera emocionada la ida de su equipo si bien les va 2 o 3 veces al año, no me logro explicar como mucha gente del DF que los tiene aqui siempre no se dignan a ir al estadio y cuando lo hacen simplemente van para ofender y molestar a los jugadores, para mi ir al hermoso estadio azul cada partido de local es como si fuera la primer vez q estoy ahi! es una emocion, una euforia, un cosquilleo por todo el cuerpo q dificilmente se puede explicar!
ResponderEliminarFELICIDADES A QUIEN ESCRIBIO ESTA COLUMNA, AFICIONADOS COMO TU SON LOS QUE NECESITA NUESTRO EQUIPO!